La presente columna de opinión fue escrita por nuestro socio y profesor derecho penal universidad de Chile, Gabriel Zaliasnik, y Luis Varela es abogado y profesor derecho penal universidad de Antofagasta.
La nueva Ley de Delitos Económicos omite cualquier identificación del objeto de tutela o algún criterio conceptual que le dé sentido a la incardinación de las numerosas figuras delictivas catalogadas en ella como delito económico. Por el contrario, el legislador se limitó a ofrecer cuatro categorías en las que luego enmarca las figuras a las que se les aplicará el nuevo sistema de determinación y ejecución de penas, “el más severo en comparación a todo el régimen penal chileno”, según sus redactores
La omisión claramente no es casual, pues haber tenido que definir o concordar un concepto de delito económico hubiera revelado el trasfondo ideológico que subyace a la nueva ley.
Y es que por más que en la discusión legislativa se haya citado a Sutherland y su clásica obra de los delitos de cuello blanco (una perspectiva criminológica del asunto), se pasaron por alto importantes advertencias que hace la dogmática comparada continental -posición mayoritaria-, por ejemplo la de Tiedemann, sobre el hecho de que la caracterización del delito económico necesariamente debe fundamentarse en la peculiaridad del acto y en el objetivo del comportamiento, y no en la mera pertenencia de su autor a una actividad determinada. Es decir, el delito económico debe identificarse con comportamientos que, por sus características, junto con lesionar intereses jurídicos supraindividuales, atenten contra la vida económica o el orden concreto a que ésta se refiera.
Lo anterior es sin duda cierto para la primera categoría de delitos económicos, que serán considerados siempre como tales y respecto de los cuales la ley opera imponiéndoles sólo el mentado marco diferenciado de determinación de penas. Dicha categoría es una selección de delitos que se ajusta en gran medida al consenso disciplinar sobre la cuestión, y en general no merece mayor crítica técnica, salvo la desproporción presente en toda la ley.
Pero el problema comienza con la segunda y la tercera categoría, pues ambas son construidas en forma de tipos penales dependientes de heterogéneas figuras delictivas en que el autor se fija por su rol de ejercicio de un cargo, función o posición en una empresa, y además amplía la noción de delito económico a asuntos que no parecen del todo claro que lo sean.
Es obvio que, al evadir conceptualizar debidamente los delitos económicos y su objeto de tutela, se privilegió lisa y llanamente un mecanismo sancionador que tiene lugar en el curso de infracciones de deberes en la actividad empresarial. Detrás de esto no es identificable ningún pragmatismo punitivo, y el subterfugio de las “sentencing” lo que hace es encubrir con un manto técnico disciplinar lo que no es sino mero ideologismo y voluntarismo punitivo en contra de una actividad lícita como la empresarial.
Lo expuesto demuestra el despropósito legislativo de pretender legislar sobre los delitos económicos sin un anclaje dogmático previamente consensuado, el voluntarismo de injertar experiencias legislativas que no se adecuan a nuestra realidad, y el desatino de regular con un marco punitivo propio de organizaciones criminales lo que es una actividad lícita y necesaria para el desarrollo del país.